Desde los últimos megaincendios en la Región del Biobío, en 2017 y 2023, los siniestros forestales evidenciaron que no se trata de una problemática netamente ambiental, sino de un problema ecosocial que requiere de la movilización de la sociedad en su conjunto, empezando por las comunidades organizadas, más una respuesta efectiva del Estado y del sector privado.
No obstante, resulta evidente que la institucionalidad no da abasto para cubrir las múltiples necesidades asociadas a estos desastres, situándolos hoy como un problema estructural que abarca múltiples dimensiones de la sociedad: la agricultura, la salud, la biodiversidad, la alimentación, entre otras.
Sin contar el daño a diversos ecosistemas, y sus lamentables efectos en la flora, fauna y funga de los territorios, los incendios también están desintegrando obligatoriamente los modos de vida rurales, causando también una disminución del campesinado, migraciones y el aumento de la pobreza, profundizando la vulnerabilidad ya existente en sus habitantes.
Actualmente, las principales amenazas son los paños continuos de monocultivos forestales, producto de la nula planificación territorial y la alta concentración de la tierra en manos de estas megainsdutrias. Frente a esta realidad, resulta relevante avanzar y pensar en la adaptación a estos fenómenos, tanto desde una perspectiva comunitaria como institucional.
Las comunidades deben fortalecerse a través de la organización para que puedan enfrentar los siniestros, ya sea mediante la gestión autónoma y coordinación entre vecinos, levantando mesas intersectoriales, o con la transformación de sus predios hacia una producción que no sea forestal, permitiendo la aparición de paisajes heterogéneos y biodiversos, reduciendo así el riesgo de propagación de incendios.
Al mismo tiempo, se deben fortalecer acciones de fiscalización comunitaria, en cuanto a las obligaciones existentes para las empresas forestales y sus plantaciones. En 2020, CONAF elaboró y publicó una pauta de prescripciones técnicas, con indicaciones de medidas preventivas y de mitigación frente a incendios, como la instalación de letreros, la preparación de cortafuegos y la mantención de distancias mínimas entre plantaciones y viviendas, entre otras. Aquí, el desafío es entregar a las comunidades las herramientas de fiscalización y/o denuncia para que estas medidas sean cumplidas. Sin embargo, no podemos dejar la responsabilidad sólo en manos de las comunidades. Los sectores público y privado tienen la tarea fundamental de favorecer procesos de ordenamiento y planificación territorial con perspectiva local.
La institucionalidad y el mundo empresarial deben adecuarse y avanzar hacia paisajes heterogéneos, multifuncionales, con pertinencia cultural, y resilientes al cambio climático. También se debe repensar la matriz productiva, junto a las regulaciones y obligaciones para la industria forestal; entre ellas, diseñar nuevos regímenes de plantaciones e incluir zonas de amortiguación.
Las acciones preventivas que se realizan anualmente, como la disminución del material combustible y el levantamiento de cortafuegos son también importantes. No obstante, la amenaza sigue siendo muy alta frente a un paisaje homogéneo y a una cantidad extensa y continua de material combustible. Por ello, resulta fundamental romper con la homogeneidad del paisaje, mediante la plantación estratégica y dispersa. De esta manera, se contribuye no sólo a reducir riesgos de propagación de incendios, sino también a fomentar una dinámica más natural y resiliente, tanto a nivel de sitio como en el contexto del paisaje en su conjunto.
El control de los incendios forestales requiere de una gran adaptación, donde transformar el modelo actual de producción es fundamental y urgente, en un proceso que sitúa a las comunidades rurales y a los ecosistemas como ejes de atención frente a una problemática que cuenta años de desastres y que, si no avanza, continuará afligiendo a nuestro territorio año tras año.